Nunca he podido leer los labios, la técnica se me escapa. Puedo calzar algunas palabras sueltas con su sonido en mi mente, nunca un párrafo o más. El lenguaje de señas se me hace próximo, amigable, es como los operarios de pista de un aeropuerto que ayudan a alinearse a los aviones. Unos bastones son las extensiones fosforescentes de sus brazos. Sus ojos están protegidos por lentes oscuros como los de los soldadores y sus oídos aislados por gruesas orejeras. La proxémica es la disciplina que estudia la relación espacial entre personas como manifestación social y significante. La gestualidad de lo interpersonal. A cincuenta años de la llegada del hombre a la luna, los medios están plagados de teorías conspirativas que la desmienten. Yo no puedo más que recurrir a la memoria. Una en blanco y negro; o para ser preciso, en escala de grises. La gama del televisor Hitachi de treinta y dos pulgadas que estaba en la pieza de mis padres. El día de la fecha del alunizaje de 1969, que no he confirmado, fue en un fin de semana, de lo contrario mis padres no estarían en casa y menos en pijama. Mi abuela y mi madre se refugiaron en la cocina y mi padre las llamaba con insistencia. No comprendía como se iban a perder este hecho histórico. Yo permanecí en silencio todo el tiempo de pie junto a él. Desesperado por tanta insensibilidad encontró al único cómplice posible, un testigo, que le ayudara a ver materializarse un sueño. Me miró y me dijo: “Bueno hijo…parece que seremos los únicos, así que voy a buscar un picadillo para que celebremos la “excursión”, porque uno no puede salir de excursión sin un cocaví”- salió de la habitación y volvió de la cocina con una bandeja. La bandeja era un continente con dos reinos: la tierra del adulto y la del niño. Las aceitunas negras eran la frontera. En su nación se tomaba vino tinto y en la mía yogurt natural. Me encanta el sabor ácido de la vaquita roja, la vaquita Yely. (No imaginé nunca que era una marca, un logo). Los pormenores de la transmisión mundial del alunizaje están sobre documentados. La placidez y el amparo del brazo de mi padre estrechándome, en esa la complicidad de espectadores, no. Ese estatus de “observador atento” mezclado con “cosa de hombres”, me marcó. Con el tiempo, mi familia se dispersó y tuve con mi padre una relación intermitente, tensa, como los textos de una película muda, que rompen el ritmo de lectura. Me enseñó algunas cosas: a montar, a disparar, a cazar, a nadar, a cocinar y a reconocer plantas comestibles. Cuando lográbamos contactarnos, coincidíamos en algunas películas, sobretodo en una inglesa, la de un naufragio. Unos atiborrados botes cuyos pasajeros tenían que turnarse en un mar, lleno de tiburones, que los diezmaban durante toda la película. Al final el capitán era juzgado en una corte marcial. Durante el juicio el protagonista mantuvo silencio hasta el final, en que mirando al jurado y directamente a la cámara preguntaba: ¿Y ustedes, qué habrían hecho en mi lugar? En otras ocasiones lo sorprendía. Una de ellas fue con: “La mujer en la Luna” de Fritz Lang. Ahí él, era el que me miraba cómplice, silente y yo le contaba “mi película”. Yo admiraba su destreza al cocinar, su dominio del caballo y su puntería. Él mi oficio al pintar. Cuando se refería a su hijo pintor, toda su brutalidad cesaba. Fritz Lang era pintor. Y sus películas lo evidencian. Hacer una sinópsis de sus recursos narrativos es pura metonimia. Es más efectivo repasar aquello que nos permite llegar al satélite posible. Algunos fotogramas que son el gesto de una visión. La articulación del relato y la presencia de un narrador. La última tarde que pasé con mi padre, cuide de él. Le llevé una bandeja con los alimentos de un solo reino. Recordamos el alunizaje y le conté partes de esa película de rotativo, la que yo me proyecto en mudo, como leyendo en los labios de otro: “Un pequeño paso para el hombre y un gran paso para la humanidad”.

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